lunes, 12 de abril de 2010

El futuro de nuestro pasado

Este año se festeja en el país el Bicentenario de nuestra formación como nación independiente, y Aldo Ferrer nos explica su significado en un breve libro cuyo título resulta oportuno: El futuro de nuestro pasado. Allí nos recuerda que ese pasado no está muerto y que su futuro –que es nuestro presente– se encuentra impregnado de sus huellas. La principal premisa que se desprende de su lectura es que debemos identificar, más allá de interpretaciones simplistas –ya sea en lo económico, lo político o lo social–, los legados de ese pasado para superarlos o transformarlos sustantivamente. En los festejos del centenario la clase dirigente de entonces creía que el país estaba definitivamente encaminado en la dirección correcta. En los festejos actuales del Bicentenario, Ferrer nos señala la frustración de ese supuesto y nos indica cómo encarar de otra manera el porvenir.

En la primera parte de su libro el autor sintetiza las principales etapas del proceso de globalización, que lleva ya cinco siglos, culminando su análisis con la crisis mundial actual y el orden social emergente de ella. Una crisis que refleja –en sus propias palabras– “no sólo el descalabro del mundo del dinero basado en la especulación financiera, sino también desequilibrios profundos en la economía central del sistema, la estadounidense”.

A pesar de lo cual siguen prevaleciendo en nuestro planeta los intereses y las visiones de los países centrales. De su análisis de este proceso se deducen tres premisas principales.

Primero, que nuestro propio de­sarrollo debe comprenderse dentro de la dinámica y líneas de fuerza que presiden esa globalización.

Segundo, que cada país tiene recursos naturales y humanos propios; culturas, estructuras e instituciones diferentes, que conforman sus identidades nacionales y que del grado de conciencia y vigor de esas identidades depende el tipo de inserción, más o menos exitosa, en la economía y en la política mundiales.

Tercero, que el principal dilema que deben resolver los países latinoamericanos y, por supuesto, la Argentina es –dice Ferrer– “si el impulso que actualmente vuelve a venir de afuera, por la valorización de los recursos naturales, va a quedar como en el pasado, en los límites de la producción primaria o en una semiindustrialización o si, por el contrario, puede llegar a constituir una plataforma para el desarrollo integrado y la transformación en economías industriales avanzadas”. La respuesta no viene de afuera, está en nosotros mismos.

En lo que constituye el esquema interpretativo central del libro, Ferrer parte de un enfoque histórico-estructural de las etapas de la economía argentina. Expone allí que a pesar de los elevados índices de crecimiento del período primario exportador, el país que se dejaba atrás al cumplirse el primer centenario era extremadamente vulnerable y no tenía el futuro brillante que su dirigencia suponía.

La comparación con otros de características inicialmente similares en el siglo XIX, como Canadá o Australia, resalta las notables diferencias entre un camino como el que siguió la Argentina –subordinado a las políticas e intereses de las grandes potencias y basado en la primarización de su economía–, y el desarrollo nacional integrado de aquellas naciones, hoy pertenecientes al estrecho círculo de las más avanzadas del mundo. Ferrer examina en particular las causas de este atraso, comenzando con los problemas que se le presentan a la Argentina en el proceso de crecimiento industrial.

En el caso de nuestro país, la intervención del Estado en la economía, el abandono de la vinculación “privilegiada” con la vieja potencia hegemónica y una mayor participación de sectores sociales postergados no fueron suficientes para un cambio profundo en las estructuras productivas. En el período de industrialización se asistió así a crisis recurrentes de estrangulamiento externo, fenómenos inflacionarios y fluctuaciones frecuentes de la producción y del empleo, pero también a un importante proceso de crecimiento y a una más equitativa distribución de ingresos.

Su principal crítica se dirige, en cambio, al giro neoliberal que asume la economía argentina desde la última dictadura militar, basado en el endeudamiento externo, la vuelta a un esquema agroexportador y el predominio de la especulación financiera sobre la producción. Una tendencia que se agrava en los?’90, después del retorno a la democracia, a través de la venta de los principales activos nacionales, las políticas de desregulación y apertura externa indiscriminada y la ley de convertibilidad, produciendo el estallido de la crisis de 2001-2002 y dañando gravemente las actividades productivas, en especial su sector industrial, y las condiciones de vida de la población.

Ante este retroceso, Ferrer plantea como salida principal profundizar la industrialización llevándola hacia etapas más avanzadas de desarrollo.

Para ello es fundamental la integración y modernización del aparato productivo local, incluyendo la cadena agroindustrial, y el fortalecimiento de los vínculos regionales mediante proyectos e instituciones comunes, en un momento como el actual, marcado por la presencia en América latina de fuerzas políticas y gobiernos afines. Si no contamos con una gran base industrial –dice Ferrer– no vamos a poder dar trabajo y bienestar a una población de 40 millones de habitantes. Dicho en otros términos: si no tenemos una estructura integrada, no vamos a poder lograr la meta del pleno empleo y, por lo tanto, nos va a sobrar al menos la mitad de la población.

Conceptos que un siglo y medio después representan la continuidad de lo que señalaba premonitoriamente el diputado Vicente Fidel López en el famoso debate de 1876 en el Congreso de la Nación en torno de la conformación de una nueva Ley de Aduanas. Allí se planteaba la antinomia entre ser exclusivamente un país librecambista agroexportador o elevar los aranceles para proteger la transformación industrial de materias primas locales disponibles en la época, en particular la lana. ¿Qué país devendría –repito textualmente– “la República Argentina cuando tenga 40 millones de habitantes […] un [gran] desierto con 240 millones de cabezas de ganado?”, se preguntaba entonces López, hijo del autor del Himno Nacional. Oportuna coincidencia de ideas que restituye en el Bicentenario una corriente de pensamiento nacional. Queda la incógnita de saber si la sociedad argentina asumió estas ideas. La democracia por sí sola no basta si no hay una toma de conciencia sobre el sentido de nuestro destino como país.

Para ello, debe plantearse nuevamente la necesidad de una reflexión económica de la evolución histórica y de una fundamentación histórica de los conceptos económicos. Las corrientes intelectuales predominantes ora enuncian leyes eternas y abstractas que conciben la economía globalizada como el simple funcionamiento de mercados autorregulados; ora se dedican a capturar el puro “instante” subjetivo, el accionar individual de las voluntades humanas.

Todas esas interpretaciones tienen en común su carácter a-histórico. Si antes había habido historia (en el sentido de desarrollo y cambio cualitativo de los procesos sociales) ahora ya no la hay, ésta es un “mero residuo” de épocas pasadas, así como para muchos lo es también la existencia del Estado-nación. En este debate debemos reivindicar el estudio de la experiencia histórica, condición necesaria para comprender la evolución de las estructuras socioeconómicas y, al mismo tiempo, el rol que juega el Estado en nuestras sociedades, entre otras cosas en su función redistributiva, para que el crecimiento económico abarque al conjunto de la población y no sólo a sectores privilegiados.

El futuro de nuestro pasado

Este año se festeja en el país el Bicentenario de nuestra formación como nación independiente, y Aldo Ferrer nos explica su significado en un breve libro cuyo título resulta oportuno: El futuro de nuestro pasado. Allí nos recuerda que ese pasado no está muerto y que su futuro –que es nuestro presente– se encuentra impregnado de sus huellas. La principal premisa que se desprende de su lectura es que debemos identificar, más allá de interpretaciones simplistas –ya sea en lo económico, lo político o lo social–, los legados de ese pasado para superarlos o transformarlos sustantivamente. En los festejos del centenario la clase dirigente de entonces creía que el país estaba definitivamente encaminado en la dirección correcta. En los festejos actuales del Bicentenario, Ferrer nos señala la frustración de ese supuesto y nos indica cómo encarar de otra manera el porvenir.

En la primera parte de su libro el autor sintetiza las principales etapas del proceso de globalización, que lleva ya cinco siglos, culminando su análisis con la crisis mundial actual y el orden social emergente de ella. Una crisis que refleja –en sus propias palabras– “no sólo el descalabro del mundo del dinero basado en la especulación financiera, sino también desequilibrios profundos en la economía central del sistema, la estadounidense”.

A pesar de lo cual siguen prevaleciendo en nuestro planeta los intereses y las visiones de los países centrales. De su análisis de este proceso se deducen tres premisas principales.

Primero, que nuestro propio de­sarrollo debe comprenderse dentro de la dinámica y líneas de fuerza que presiden esa globalización.

Segundo, que cada país tiene recursos naturales y humanos propios; culturas, estructuras e instituciones diferentes, que conforman sus identidades nacionales y que del grado de conciencia y vigor de esas identidades depende el tipo de inserción, más o menos exitosa, en la economía y en la política mundiales.

Tercero, que el principal dilema que deben resolver los países latinoamericanos y, por supuesto, la Argentina es –dice Ferrer– “si el impulso que actualmente vuelve a venir de afuera, por la valorización de los recursos naturales, va a quedar como en el pasado, en los límites de la producción primaria o en una semiindustrialización o si, por el contrario, puede llegar a constituir una plataforma para el desarrollo integrado y la transformación en economías industriales avanzadas”. La respuesta no viene de afuera, está en nosotros mismos.

En lo que constituye el esquema interpretativo central del libro, Ferrer parte de un enfoque histórico-estructural de las etapas de la economía argentina. Expone allí que a pesar de los elevados índices de crecimiento del período primario exportador, el país que se dejaba atrás al cumplirse el primer centenario era extremadamente vulnerable y no tenía el futuro brillante que su dirigencia suponía.

La comparación con otros de características inicialmente similares en el siglo XIX, como Canadá o Australia, resalta las notables diferencias entre un camino como el que siguió la Argentina –subordinado a las políticas e intereses de las grandes potencias y basado en la primarización de su economía–, y el desarrollo nacional integrado de aquellas naciones, hoy pertenecientes al estrecho círculo de las más avanzadas del mundo. Ferrer examina en particular las causas de este atraso, comenzando con los problemas que se le presentan a la Argentina en el proceso de crecimiento industrial.

En el caso de nuestro país, la intervención del Estado en la economía, el abandono de la vinculación “privilegiada” con la vieja potencia hegemónica y una mayor participación de sectores sociales postergados no fueron suficientes para un cambio profundo en las estructuras productivas. En el período de industrialización se asistió así a crisis recurrentes de estrangulamiento externo, fenómenos inflacionarios y fluctuaciones frecuentes de la producción y del empleo, pero también a un importante proceso de crecimiento y a una más equitativa distribución de ingresos.

Su principal crítica se dirige, en cambio, al giro neoliberal que asume la economía argentina desde la última dictadura militar, basado en el endeudamiento externo, la vuelta a un esquema agroexportador y el predominio de la especulación financiera sobre la producción. Una tendencia que se agrava en los?’90, después del retorno a la democracia, a través de la venta de los principales activos nacionales, las políticas de desregulación y apertura externa indiscriminada y la ley de convertibilidad, produciendo el estallido de la crisis de 2001-2002 y dañando gravemente las actividades productivas, en especial su sector industrial, y las condiciones de vida de la población.

Ante este retroceso, Ferrer plantea como salida principal profundizar la industrialización llevándola hacia etapas más avanzadas de desarrollo.

Para ello es fundamental la integración y modernización del aparato productivo local, incluyendo la cadena agroindustrial, y el fortalecimiento de los vínculos regionales mediante proyectos e instituciones comunes, en un momento como el actual, marcado por la presencia en América latina de fuerzas políticas y gobiernos afines. Si no contamos con una gran base industrial –dice Ferrer– no vamos a poder dar trabajo y bienestar a una población de 40 millones de habitantes. Dicho en otros términos: si no tenemos una estructura integrada, no vamos a poder lograr la meta del pleno empleo y, por lo tanto, nos va a sobrar al menos la mitad de la población.

Conceptos que un siglo y medio después representan la continuidad de lo que señalaba premonitoriamente el diputado Vicente Fidel López en el famoso debate de 1876 en el Congreso de la Nación en torno de la conformación de una nueva Ley de Aduanas. Allí se planteaba la antinomia entre ser exclusivamente un país librecambista agroexportador o elevar los aranceles para proteger la transformación industrial de materias primas locales disponibles en la época, en particular la lana. ¿Qué país devendría –repito textualmente– “la República Argentina cuando tenga 40 millones de habitantes […] un [gran] desierto con 240 millones de cabezas de ganado?”, se preguntaba entonces López, hijo del autor del Himno Nacional. Oportuna coincidencia de ideas que restituye en el Bicentenario una corriente de pensamiento nacional. Queda la incógnita de saber si la sociedad argentina asumió estas ideas. La democracia por sí sola no basta si no hay una toma de conciencia sobre el sentido de nuestro destino como país.

Para ello, debe plantearse nuevamente la necesidad de una reflexión económica de la evolución histórica y de una fundamentación histórica de los conceptos económicos. Las corrientes intelectuales predominantes ora enuncian leyes eternas y abstractas que conciben la economía globalizada como el simple funcionamiento de mercados autorregulados; ora se dedican a capturar el puro “instante” subjetivo, el accionar individual de las voluntades humanas.

Todas esas interpretaciones tienen en común su carácter a-histórico. Si antes había habido historia (en el sentido de desarrollo y cambio cualitativo de los procesos sociales) ahora ya no la hay, ésta es un “mero residuo” de épocas pasadas, así como para muchos lo es también la existencia del Estado-nación. En este debate debemos reivindicar el estudio de la experiencia histórica, condición necesaria para comprender la evolución de las estructuras socioeconómicas y, al mismo tiempo, el rol que juega el Estado en nuestras sociedades, entre otras cosas en su función redistributiva, para que el crecimiento económico abarque al conjunto de la población y no sólo a sectores privilegiados.