martes, 7 de septiembre de 2010

Duro con los programas de responsabilidad social empresaria

El ataque es a la yugular. Cito literalmente: "Si ves los informes de responsabilidad social de las empresas... ¡Todas dicen lo mismo! Hay compañías que hablan, y otras que hacen”. No está mal viniendo del primer responsable de una de las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo, en cuyas manos queda por tanto inculcar esta idea entre su alumnado.



Inmediatamente me vino a la cabeza una extraña pieza publicada por el Wall Street Journal el pasado 23 de agosto en el que su autor, Aneel Karnani, lleva al extremo tal idea afirmando la ineficiencia y/o irrelevancia de las actividades de RSC. Su tesis es que sólo cuando haya un interés económico que lo justifique, incardinado en el mandato de los accionistas de maximizar su beneficio, una compañía aceptará hacer de tales acciones parte de su política empresarial.

No sólo eso, el autor concluye que se trata de una iniciativa socialmente contraproducente ya que delega en organizaciones con ánimo de lucro la tarea que corresponde a los políticos o la sociedad civil.

“Una ilusión potencialmente peligrosa”, afirma. La idea no es nueva, ya habló Milton Friedman de ella en 1970. El mundo es una rueda que gira y gira.

Como uno no es tan masoquista como para sublimarse en discusiones estériles, fue la viralidad del artículo y la acumulación de comentarios alrededor del mismo la que llamó mi atención.

Es por eso que hoy se lo traigo a colación. Y les decía que es un documento extraño por dos motivos.

Uno, publicado en un medio tan aparentemente liberal como el de Murdoch, su conclusión no puede ser más intervencionista al defender la imposición administrativa de la RSC por la vía punitiva: “Al final, la RSC no deja de ser un cálculo financiero para los directivos encargados de implantarla, como cualquier otro aspecto del negocio. La única manera de asegurarse su ejercicio es fijando un coste inaceptable -vía impuestos, multas o escarnio público (¡!)- al comportamiento socialmente irresponsable”. Sorprendente, especialmente por la imposibilidad de establecer criterios estándar sobre la materia.


Y en segundo lugar es extraño porque cae en un reduccionismo absurdo implícito en la cita anterior: la consideración de la RSC más como un gasto sin retorno que drena beneficios de la cuenta de resultados de la compañía, que como una inversión en sí misma.

Siendo así, su retorno, por definición, se ha de situar en un horizonte temporal más lejano y no es susceptible de ser medido de forma numérica, sino en términos de imagen en relación con todos los que interactúan con la firma. Hay un rédito no estrictamente mercantil cuya cuantificación a priori es, en la mayoría de las ocasiones, complicada.

Algo que deslegitima, en cierto modo, el argumento financiero del autor. Obviamente, sin gestión subyacente del negocio principal, de poco vale el esfuerzo. Pero, parafraseando a Karnani, es lo mismo que ocurre con cualquier otra inversión empresarial, ¿no?


¿Pura pose o compromiso real con la sociedad?, ¿actividad necesaria o maquillaje formal?, ¿efectiva o efectista? Ese es el debate que plantea el autor.

Sorprende cómo se pone sobre la mesa esta cuestión cuando hace apenas dos telediarios, en el momento álgido de la crisis, se generalizó la necesidad de refundar el capitalismo para que incorporara su vertiente más social: aquella que debía conciliar el beneficio a corto con la responsabilidad a medio/plazo de las decisiones empresariales.

¿Dónde ha quedado todo aquello? En tanto se mantengan los mecanismos de reporting trimestral de resultados, las remuneraciones ligadas a los mismos y la esclavitud de unas expectativas que apenas toleran sacrificios a corto, será complicado que la RSC sea un objetivo comúnmente compartido.

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